Hay sonidos grabados permanente en mi memoria, que se mezclan con diferentes aromas que trataré de identificar para encontrar un recuerdo.
Hay un olor a mole verde, pasta de fideos del mercado, chiles secos y cocoa. Están guardados en la alacena de mi abuela que está instalada en un enorme mueble empotrado en la pared en el que también hay una sección para libros y para un botiquín. Todas las medicinas juntas forman un mismo olor. Así es como olían los libros en casa de mis abuelos: a alacena, medicina, madera y hojas.
En cuanto a los sonidos, recuerdo los de una casa llena los fines de semana con un televisor encendido prácticamente todo el día. Pero el sonido que más me complace recordar es el del fonógrafo, la estación favorita de mis abuelos. Si pongo atención, los recuerdos ligados a esa música, es el de trastes topeteando con otros al ser lavados, secados y acomodados por mi abuela. Y al fondo de la cocina, una olla exprés anunciando un caldito de pollo o frijoles, listo para la comida.
Lejos de la cocina, en la habitación de mis abuelos los sonidos se sofocaban. Uno podía encontrar más libros ahí, pero estos tenían olor a la herramienta de mi abuelo quien minuciosamente las clasificaba en cajitas dentro de un ropero.
Y es justo aquí que viene el recuerdo que buscaba. Los sonidos sofocados de una casa llena un domingo a punto de terminar, las risas escandalosas de mis tíos y tías en medio del clímax de sus conversaciones y un grillo en la habitación acompañando la voz de mi abuelo leyendo para mi hermana y para mí.
Un abuelo que consiente con galletas o pancito dulce e historias. Sonidos y aromas de uno de los mejores momentos en casa de mis abuelos.